Inercia

Cada momento es una resolución imperceptible, pesada, que se balancea sobre nuestras cabezas como una espada de Damocles invisible, ejerciendo su poder sin ser notada.

Cada movimiento impele el péndulo tajante; huir se convierte en el riesgo más atroz, el filo impone el sigilo. Y aún siendo así, cada paso que damos es la posibilidad errante de dos desenlaces, cada segundo que pasa una caída libre que no fue, cada camino y cada hora andados miedo caprichoso, cada error una sentencia eterna, cada alegría breve tortura.

Cuando nuestros caminos se cruzan nos alteramos; presas del pánico evitamos movimientos bruscos que rompan el delicado equilibrio, evadimos las torpezas, los roces, las sacudidas que podrían precipitar el abrazo del brillo metálico. Nos miramos, haciendo una caminata ridícula de crustáceos para impedir el mínimo contacto, frente a frente.

Cada obstáculo nos toma la vida entera. La quietud es la seguridad; la inercia, longevidad.

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¿Qué vamos a hacer con tanta felicidad?

Nunca, en todos estos días, una noche se había escurrido tan lentamente entre las nubes grises, entre las estrellas pálidas y entre los ritmos de bajos eléctricos como hoy. Hoy el tiempo se dilata en demasía: se esconde entre los recuerdos gratos que tengo, elonga sus virtudes hasta donde no se le puede apreciar, estira las patas como un gato larguísimo que se quita la pereza; se deforma al punto que la noche termina por saber a tarde de domingo soleada y amodorrada. La noche se precipita sin afán sobre un colchón suave y mullido, ancha como ella es, toma su tiempo para acomodarse y sucumbe con un suspiro prolongado pero tenue. En su regazo descansan infinidad de pensamientos que se agolpan todos a la vez, formando una nube con olores de melancolía, felicidad, extrañeza, temor, sorpresa, angustia y agradecimiento; una nube que se dispersa en el aire y que empaña lentamente mis anteojos, la pantalla del ordenador, las ventanas… mis ojos y mi memoria.

En un principio, como el humo del tabaco, el vapor intruso me asfixia, con su fuerza alela mi tráquea, me obliga a sentarme en un rincón de la habitación nublada en medio de la angustia del que muere. Poco a poco me recupero, mis músculos se relajan y mi respiración se amolda a la fiereza de ese aire enrarecido; mis órganos abdican, renuncian a dar batalla y permiten que me ahogue pacientemente entre mis recuerdos. Respiro… y ese buqué de sensaciones me llena los pulmones con palabras dichas, palabras secretas, palabras oídas, palabras pensadas. Mis venas y mis arterias lentamente transportan a cada rincón de mi cuerpo la infinidad de aromas, y junto con ellos, miradas, caricias, roces, besos contenidos, estremecimientos. Entonces, al inhalar profundamente, lo siento: hay algo familiar en el aire. Es un perfume ligero, dulce y casi embriagador, pero con un toque avinagrado. Como si una delicada y apacible atomización de tu ser flotara a mi alrededor, demasiado fina para ser percibida a cabalidad, pero tan concentrada que atosiga mis sentidos.

Con prisa me lanzo a la ventana, para que el aire frío de la noche exterior se lleve tantas memorias volátiles tan abrumadoras. Una fuerza extraña aspira la manada de olores por el marco metálico, y una vistosa columna se alza entonces a través de la oscuridad, vuela encima de mi casa y se desvanece antes de perfumar las nubes grises. Entonces el aromático rastro desvanecido deja al descubierto una luna inmensa y brillante. Me quedo mirándola embelesado, sintiendo aún menos que antes el paso lento y pesado de la noche y del tiempo, amándola. Amo de la luna su infinito señorío sobre los mares que no conozco, sobre las pálidas estrellas mortecinas, sobre las nubes desteñidas, sobre nuestros encuentros furtivos. Amo esa luna porque nos observó amándonos, porque cuando la vimos reflejada en nuestras miradas vimos el reflejo de nuestros deseos clandestinos. La amo porque veo irradiados en su accidentado y confundido rostro los brillos que despedían tus pupilas cuando la mirabas. La amé hasta que las nubes, galopando a través del viento rápido y agitado como un río, se amontonaron sobre ella, dejándola sombría y ausente, manchando su azogue plateado, oscureciendo el aire, eclipsando la ociosa y larga noche, lanzando una mortaja gris sobre la celestina silente.

Luego de que se me escaparan los recuerdos y la luna caí en cuenta que no me quedaría más que la noche. Una noche que se alarga sin fin. Una noche que, con una tranquilidad aterradora y obstinada, sobrevuela este espacio de horizontes inabarcables dentro y fuera de mí. La noche miserable me robó todo el tiempo, y a la vez, lo deja caer sobre mi cabeza apesadumbrada con una despreciable lentitud, como si fuera un reloj de arena roto y con una inagotable sevicia: un grano cada mucho tiempo, un grano cuya caída pareciera atravesar el universo entero de cabo a rabo. Me aparté de la ventana, envuelto por una oscuridad espesa, percibiendo en el aire el resplandor negro acompasado de los bajos eléctricos. Busqué refugio finalmente en el sueño: al menos, con una noche tan estirada y oscura, las fantasías serán igualmente dilatadas y las ilusiones se alargarán hasta donde comience el sol.

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Encuentro con Dios

Hoy por fin conocí a Dios.

En una intrépida y repentina visión pude extender mis manos hacia el firmamento, y esta vez no estaba vacío: allí estaba él.

Con una benevolente sonrisa me dio su aprobación, y sin que me diera cuenta, una fuerza invisible comenzó a cerrar la distancia entre los dos.

Pero después de un rato comprendí que no era yo quien ascendía; más bien mis brazos se alargaban más y más, al mismo tiempo que su rostro gigantesco se hinchaba y se expandía, llegando a magnitudes astronómicas.

Mis antebrazos abarcaron la esfera celeste en su altitud; dos sombras delgadas que se proyectaban sobre el globo conocido.

Entonces mi crecimiento se detuvo, justo cuando mis manos tenían a su alcance su cara dulzona. Lentamente cerré mis dedos, rozando, y luego tocando la cálida y tersa piel del rostro de Dios.

Vi sus ojos entrecerrarse con ternura, como un perro que se queda dormido cuando le acarician el lomo.

Entonces ejercí presión sobre mis dedos: mis uñas comenzaron a hundirse en la carne suave y blanda, y poco a poco las siguieron mis falanges, una a una, con el mismo ritmo con el que se pone el sol. El rostro aún sonriente de Dios no tenía fin.

Una lluvia oscura, brillante y caliente comenzó a caer justo sobre mí. La sangre cayó entre mis ojos, y me encegueció, pero aún sentía mis manos calientes y húmedas hundiéndose cada vez más y más  en Su eterna carne.

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Gnosis

“¿En dónde está la gloria? Me decía yo: en alguna parte debe estar pero de seguro no está en donde intervengan las pasiones de los hombres”

El Moro – José Manuel Marroquín

Queda la noche tras la cual todo se condenó. Queda la vertiginosa noche de columnas de humo de cigarrillo afiladas como las estrellas, vibrantes como las miradas que se cruzaron. Queda la noche sin preguntas, el oscuro abrazo del frío y el cálido alivio de los labios. Queda la noche iluminada por fugaces palabras, palabras que encendían un destello impreciso de fulgor entre el aire oscuro y pesado. Queda esa calma tensa rota sólo por las respiraciones azules, tras las cuales cada quien notaba todo. Quedan esa noche y su luna, acunando tibiamente al puente, al frío, a la isla, al mar, a la compañía estremecedora. Queda esa noche de voces y susurros que rielan en su trayecto al alma, espantados por una boca que titubea con la emoción. Queda esa noche de no inconcluso, de sí indecible y de basta sin poder; esa noche de orgullos y miedos, esa noche de cielo claro y porvenir oscuro. Queda esa noche de alas intrépidas, de deseos inconfesables, donde cada gota del néctar de la paciencia es saboreada con el deleite mayor, aquella noche donde cada corazón creyó de nuevo en sí mismo, arrojándose sin prudencia ni cordura entre un espejo de ilusión. Queda esa noche casi eterna de confesiones indirectas, de palabras palpitantes, de roces incandescentes e invisibles, de caricias transparentes e intangibles, de juegos sin reglas ni vencedor ni vencidos. La noche en que todo se condenó, esa vertiginosa noche, génesis y al mismo tiempo desenlace de un hilo casual y fugitivo.

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La derrota

Es el alejarse, es el distraerse, es el dar media vuelta y salir. Es el correr por una acera sucia e irregular dejando atrás las ignominiosas miradas, pisando firme en el cambio brusco de nivel al toparse con el andén, al momento en que las suelas de goma mastiquen a dos carrillos el barro o la mierda gris de los perros, al meticuloso momento de bajar la marcha y frenar con pasos cada vez más cortos en una escala ascendente hacia la quietud. Es el respirar y tomar aire, es el ignorar las cosquillosas y molestas gotas de sudor en la frente, las patillas y la nuca; es el medir y el calcular acerca del tiempo que se ha batido con nosotros en la carrera andando en un mano a mano con nuestro cuerpo: un embalaje, una contrarreloj y finalmente una derrota. Es el jadear, es el mirar adónde diablos nos ha traído esta manía de huirle a nada ni a nadie corriendo hacia nada ni nadie, es el dar media vuelta nuevamente y caminar a casa convencidos de que acabamos de perder el tiempo de la manera más estúpida.

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Pensamiento del día

Prefiero odiar olvidar que olvidar odiar.

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Felicidad

Hoy, una pareja se besaba en el camino que atraviesa el prado. Ojos cerrados, las manos alrededor de sus caras.

Cuando los ví tomé una bocanada de aire y me lo tragué.

Justo cuando pasaba por su lado lancé un eructo ensordecedor. Seguí caminado sin mirar atrás.

Creo que nunca fui tan feliz.

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Torbellino

¿Cómo decir que no? Las urgencias y angustias se calientan y enfrían, chocan y generan la celeridad que se lleva todo. Después de la primera vuelta ya no hay retorno: vértigo, claustro giratorio; ya no hay olvido ni control, sólo asención y turbulencia, impulso y desenfreno, aceleración y confusión, adrenalina y emoción.

Entonces, cuando el remolino se detiene, sobreviene la precipitación. La caída comienza con la sorpresa que después muta en pánico: un pánico terrible, el terror de la caída; cientos de miles de metros de aire sosteniendo la vida misma, aire que cede sin chistar palabra bajo el peso, peso que es halado sin conmiseración por la gravedad, la gravedad que recuperará lo arrebatado por las pasiones, pasiones que castigarán con velocidad terminal los impulsos impetuosos.

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Relación espuria

“Durante el mes de diciembre, por factores como el pago de primas y las vacaciones escolares, se incrementan las acciones de los delincuentes”…
Alguien me puso a en pensar la relación existente aquí: ¿por qué aumentan las acciones de los delincuentes cuando los estudiantes no van a clases?

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Feliz Año Nuevo

Un Feliz Año Nuevo a todos aquellos que pasan por aquí. Espero que este dos mil once que pasó les haya traído cosas mucho muy buenas. Y que ojalá los atropelle la felicidad en este dos mil doce. Y, por favor, por favor, no coman cuento y no dejen que les acaben el mundo: no crean en desgracias, catástrofes, apocalipsis, hecatombes, ni acaboses pseudo-metamisticoastromegacosmogónicos.

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